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La leyenda de las Bubotas Negras

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Contemplado desde el exterior parece un almacén, ocupa exactamente una manzana y al traspasar el umbral de su puerta se accede a un petit quartier, como diría el carnicero francés. Es el Mercado de Santa Catalina, el más antiguo de Palma.

El veraneante que en lugar de hotel hubiese preferido una casa o un apartamento y tiene la posibilidad de cocinar, se alegrará de acercarse a este popular bazar, que es realmente un punto de encuentro culinario.

vía http://www.mercatdesantacatalina.com/

Allí cada mañana se reúne la venta de productos frescos, en desquite contra la globalización, la mayoría locales y de temporada. Allí mismo, aparte de poder degustar o almorzar, los comerciantes aconsejan al visitante la mejor manera de preparar las viandas que está adquiriendo. Nótese la diferencia: este es un centro de personas que saben de alimentación, en contraste con un gran supermercado diseñado por expertos en conductas de consumo. No hay que entrar estrictamente a comprar, hay que entrar a ver qué pasa, pues el lugar es propicio para mezclarse con la gente del barrio y conversar.

Imagen vía http://www.mercatdesantacatalina.com/

Justamente por un capricho de ese ambiente tuve allí conocimiento de la historia de la Bubota. Acababa de comprar una botella de vino ‘Anima Negra’ del 2009, inherentemente mallorquín, me había sentado a tomar un bocado en uno de los stands, y el mesero, que se acercó de inmediato, viendo la botella exclamó: “ja en pots pegar de bots!!” (luego deduje que sería algo así como “no te asustarás lo suficiente”) y, tomando la botella por el gollete, la giró con un golpe de muñeca de modo que la etiqueta quedara apartada de su vista. Se marchó para regresar dos minutos después con un gran plato de autóctono pa amb oli y embutido, y lo depositó ante mí como si yo fuese un reo y él el carcelero.

imagen vía http://cultura.elpais.com

Automáticamente alcé la vista para reprocharle los modales, que de antemano tenían poco de suaves, pero quedé mudó al reparar en el denso mechón de pelo cano que coronaba su frente. Se fue de nuevo y se parapetó tras la barra. Lógicamente yo no empezaba a comer, permanecía observándole, por lo que no tardó en volver a mí, en lo que parecía una reinvención del oficio de camarero, consistente en ir y venir de las mesas estimulando la curiosidad de los clientes en lugar del apetito.

¿Usted no sabe lo que es una Bubota Negra, ¿verdad?, dijo en voz baja: son fantasmas que rondan los cruces de los caminos de la isla de Mallorca asustando a los vivos. Su silueta es humanoide y son casi transparentes. Normalmente se conforman con ser invisibles, permanecen alojados en el margen del camino, más de repente deciden asustar a quien pasa junto a ellos y levitan de forma horrenda dejando jirones de su propia figura por el aire; el efecto hace algo más que poner los pelos de punta. Antaño solo asustaban a los niños, pero ahora con tanto videojuego ya no se alteran por nada y la han emprendido con los adultos, mucho más impresionables con las cosas de la muerte.

Hace dos años volvíamos mi novia y yo -ella trabaja también aquí en el mercado- de presenciar una gloriosa puesta de sol desde el Puerto de Andratx, y en la carretera hacia Peguera, que es donde vivimos, se nos apareció una de estas terroríficas criaturas. Durante una semana, a la misma hora del día en que tuvo lugar la visión, sentimos escalofríos. Imaginará que nadie quiso creernos, no debimos haberlo contado, hoy día estas cosas producen risa, hasta que le pasan a uno, y entonces ya no hay forma de olvidarlo porque cada vez que te miras al espejo tienes la prueba de su certeza.

Coma, coma y olvide cuanto le he dicho. Chasqueó la lengua disgustado, o era el talante fingido, y se marchó desapareciendo al otro lado de una cortina.

Ya veis qué regalo tan inesperado en el mercado de Santa Catalina, verdaderamente agradecí este entretenimiento tan teatral mientras comía. Me congratulaba de haber visitado este sitio y lamentaba tener que ir encaminado mis pasos hacia a la salida, por la puerta que da a la calle Aníbal, junto a la cual vi que había otra tienda de bebidas. A través del cristal observé encantado a la dependienta con su pulcro delantal, y el precioso orden de las estanterías del que debía ser responsable. Ella no me veía, estaba haciendo anotaciones en una hoja de papel, y sobre el lápiz que bailaba en su mano colgaba un largo mechón de pelo blanco.

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